encuentro nautico

Desde el fondeadero de Migjorn leí el otro día su columna “Está pasando un marino”. Me hizo recordar aquella tarde de julio cuando nos saludamos mientras mi molinete se esforzaba en levantar el fondeo frente a Es Molì de la Sal. Aquella era la segunda vez que coincidíamos usted y yo. La primera tuvo lugar un domingo por la tarde, a finales de septiembre del año pasado, en el RCN de Torrevieja. Yo arribaba en solitario, bastante maltrecho y cansado, con mi pequeño velero de 7 metros, El Iluso. Aunque pesaban como semanas, solo hacía unos pocos días y muchas noches en vela desde que había levantado el hierro en Capo Caccia, a pocas millas de la ciudad de Alghero. Las reparaciones de fortuna que había ido improvisando durante la travesía ya no aguantaban más. La radio VHF no emitía. El motor del barco, un pequeño fuera borda de 9 CV se calaba en cuanto bajaba de revoluciones. Viento fresco con mar formada. Todavía podía distinguir con claridad la iglesia de la isla de Tabarca por popa. Navegaba a un largo, pero en la estrecha franja que separa el placer de la tensión, cuando el sistema de pala de timón abatible no soportó la aceleración en las planeadas y el stopper saltó. La pala del timón se abatió, golpeando la jupette. La ola lo desplazó a la banda y el barco orzó violentamente ofreciendo el través a la mar y venciéndose el soporte del piloto automático de caña. Con el corazón en la garganta me las compuse para arribar y volver a poner proa a Palos. A cada golpe de mar los imbornales escupían el agua que inundaba la regala. Todavía empapado y con el susto en el cuerpo sentí un chasquido. La mayor se hinchó como si fuera un espí . Alcé la mirada. El lazy-jack estriaba la vela. Había saltado el primer rizo de la mayor. Improvisé un nuevo rizo de fortuna pasándolo por el ollao y lo hice firme a la botavara. Una solución bastante poco elegante pero muy eficaz, sobre todo teniendo en cuenta que puse proa al viento, lo enhebré y anudé con una sola mano pues la otra la llevaba pegada a la caña intentando dominar esa marejada mediterránea corta y cabrona que no te da ni un respiro. Tenía Santa Pola por la aleta de estribor. Me sentía más solo que nunca a la caña a pesar de la siempre ingrata compañía de Murphy. Agotado física y mentalmente eché un ojo a la carta sobre la pantalla del teléfono y decidí que Torrevieja era mi mejor opción. Pensé fondear al socaire del dique pero el calor de un atraque y la necesidad de repuestos me llevaron a pedir amarre de transeúnte. Nunca había parado por esos lares. Llamé a la primera de las marinas que apareció en el navegador del móvil. Las explicaciones de la chica de la oficina sobre donde amarrar fueron más bien escasas. A hora de la sacrosanta siesta y además en domingo era como para darse con un canto en los dientes que al menos la becaria te contestara al teléfono. A duras penas y a un cable escaso de mi tranquilidad conseguí medio arriar la mayor y arrancar el motor. Con avante casi toda para evitar que se calara, atravesé a casi 5 nudos la bocana del puerto. Había varios pantalanes. Reduje un pelo de gas y chup, chup, chup, adiós motor. Por las esloras de los veleros atracados empecé a sospechar que seguramente no era ese el pantalán que me habían asignado, pero ya sin motor y con la poca arrancada que me quedaba era tarde para florituras, así que metí toda la caña a babor y atraqué en punta como buenamente pude entre veleros que doblaban mi eslora, coronando la maniobra con una pequeña caricia de la proa contra el pantalán. Pasé por seno las amarras de proa, trinqué la guía del muerto y la hice firme a la cornamusa de popa. ¡Qué descanso!. Pasé unos minutos tendido en la bañera. Mientras intentaba poner en orden mis ideas aprecié como una persona cuya cara me era familiar, me observa desde el pantalán. Le dio un repaso de quilla a tope de mástil a mi pequeño balandro. El peso de su mirada hundió la línea de flotación del destartalado Iluso. Se recreó en ese desaguisado de mayor de grátil arrugado y maraña de rizos, aún con los últimos patines atrancados en el carril del mástil sin terminar de caer.
Yo seguí a lo mío, purgando el circuito de la gasolina. Con el rabillo del ojo le vi subir a bordo de un bonito velero de bañera central a un par de atraques. El Corso. Al leer el nombre de su barco fue cuando le reconocí.
La sorpresa del fortuito encuentro me hizo entrar de un salto a mi pequeña cabina. La biblioteca de un barco de 7 metros no puede ser muy extensa, así que rápidamente eché mano de un antiguo ejemplar de la Carta Esférica, que guardo en un tambucho junto a Capitán de Navío y El Cazador de Barcos. Libros que me inspiraron esta pasión tardía por el mar y la navegación a vela. Ya con el libro en la mano perdí un minuto frenado por una mezcla de timidez y no querer fastidiarle a nadie una tarde de domingo. Volví a la bañera, todavía dubitativo, pero usted ya estaba dentro del Corso. Al poco rato llegó el marinero de turno y me indicó el amarre que realmente me correspondía. Le expliqué todas mis penas pero aún así me vi obligado a trasladar El Iluso a su nuevo punto de atraque todavía con el motor descaperuzado. El lunes pude pertrecharme de todo lo necesario para continuar mi ruta de vuelta al varadero donde dejé mi remolque, en Caleta de Vélez, Málaga. El martes al alba solté amarras, y salí del puerto evitando la mal señalizada draga de la bocana. Puse proa al Canal de Tomás Maestre para pasar unos días en el Mar Menor, para participar en una de las quedadas del foro náutico, contar las batallitas de tierras sardas y corsas y por supuesto fondear al socaire de la Perdiguera.
Fue en esos días en los que tomé la decisión de vender mi alma al diablo para dedicarme a esto del chárter y pasear turistas en catamarán por las Pitiusas. Aquel catamarán con el que casi un año después compartió “uno de los mejores fondeaderos del Mediterraneo”

Por Jose Charteralia – lee aquí cómo cambiamos de vida y montamos Charteralia.

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