La historia del tiburón en Broken Head Beach, Australia

Los malos momentos nos ofrecen la oportunidad de conocernos mejor y crecer frente a la adversidad. Este fue uno de los peores para mí en 2020: La historia del tiburón en Broken Head Beach.

2 de junio de 2020, Byron Bay, Australia.

Ya tenía fecha de vuelta a España. Solo me quedaba una semana para exprimir las últimas bocanadas de mi inesperada aventura australiana con la que me obsequió el destino, fruto de una carambola múltiple de billar cósmico.

La meditación activa que la práctica diaria del surf regaló a una mente desbocada como la mía, hizo que por primera vez probara las mieles de navegar en un remanso de paz y equilibrio hasta entonces desconocido para mí.

El parte de aquel día pronosticaba 30 nudos de suroeste. Impensable hacer surf para cualquiera que estuviera en sus cabales. Pero yo estaba en plena cuenta atrás. Todo lo que sentimos como finito se hace más precioso aún. Como mínimo tenía que intentarlo. Así que pensé que la playa de Broken Head, junto al headland, estaría más resguardada del viento. Sin darme cuenta ya estaba de camino. Era una locura, pero mi sentido común estaba aturdido por el atronador tic-tac de mi vuelta a casa y todos los problemas que me esperaban generando intereses de demora desde mi partida hacia Filipinas a principios de marzo. Paré, como de costumbre, en el promontorio anterior a la última curva. No había ni un alma en un pico que suele estar atestado de surfistas locales. Continué engañándome a mí mismo, aferrándome a la idea de que no estaba tan tan mal. Y encima sin gente… Aparqué frente al camping. Toda la zona se encontraba inusualmente desierta. Me enfundé el traje de torero y comencé a hacer el paseíllo hacia la orilla.

Me dispuse a entrar, tabla en mano y agua por la rodilla. Levanté un instante la vista y vi con una claridad meridiana un tiburón no muy grande, de un metro más o menos, surfeando la ola orillera a escasos 5 metros justo delante de mí. El cabrón ni siquiera movía la aleta trasera para desplazarse. Aprovechaba al máximo toda la energía de la ola. A pesar de todos mis años de mar, nunca había visto un tiburón en vivo y en directo. Me impresionó su mirada asesina de depredador forjada por incontables generaciones de cazadores. Dudé. Pensé que seguramente por su tamaño sería inofensivo para los humanos. Sin embargo, a pesar de ser animales solitarios, temí que si había uno, podría haber otros, y más grandes. No sé. No lo tenía nada claro. La ola rompió y lo perdí de vista. Pensé que después de todo no iba a estar cómodo en el agua con ese compañero de surf. Así que después de unos minutos de indecisión me di media vuelta y subí a la furgo bastante decepcionado por el inesperado «surfus interruptus». Mientras conducía de vuelta a casa hacia Suffolk Park, todavía con el neopreno puesto, decidí asomarme a The Cozy Corner, extremo norte de Tallow Beach, justo al sur del mítico Cape Byron. Seguro que ese día no iba a estar tan “cozy” como su nombre indica, totalmente expuesta a viento del sur, e infinitamente peor que Broken Head Beach, pero claro… ¡sin tiburón! ¡Es que todo en la vida es relativo! Y ya con el traje puesto y listo para darme el baño, no perdía nada echando un ojo. Al llegar confirmé mis peores sospechas. No había ni dios. Aunque el viento venía de tierra, era demasiado fuerte. Más bien, terrible. Aullaba. Pero… ya que estaba ahí… puse el piloto automático y pensé: me doy un bañito rápido de 2-3 olitas y así me quedo tranquilo.

Llegar hasta la orilla ya fue una odisea. Mi tablón generaba un efecto vela indeseado que no solo me impedía caminar, sino que cuando cargaba la racha, literalmente salía volando hacia atrás. Tenía tanta arena en los ojos y la boca que solo podía pensar en sumergirme en el mar para aclararme. Después de quince interminables minutos para recorrer un angustioso trayecto que hubiera hecho en menos de cinco en condiciones normales, por fin me estaba mojando los pies. Una nueva racha me arrancó la tabla de las manos y aproveché para lanzar mi cuerpo sobre la tabla con la mayor inercia posible y remar hacia dentro. Próxima etapa: el rompeolas.

Remaba a ciegas, no veía nada. El viento era tal que levantaba el agua hacia mi cara sin dejarme ver nada. Notaba los ojos llenos de sal. Apretaba la mordida con rabia y sentía toda esa arena que había tragado rechinando entre los dientes. Intenté coger un par de olas pero era una auténtica locura. Bajar la ola con ese viento en contra tan intenso que soplaba incansable era misión imposible. Ya llevaba 15 minutos en mitad de aquel aspersor continuo, y decidí que era el momento de aceptar la realidad. Estaba de pie sobre el fondo, a unos 30 metros de la orilla. Tenía la tabla flotando a un metro delante de mí. En ese instante, cargó una brutal racha de viento que hizo volar la tabla de surf lanzándola violentamente contra mi cara sin que me diera tiempo a esquivarla o protegerme. El impacto en mi sien fue terrible. Quedé en shock. Noté como poco a poco iba perdiendo la consciencia y me quedaba sin fuerzas. Estaba a punto de dejarme llevar por aquellos cantos de sirena cuando tuve un instante de lucidez, suficiente para darme cuenta que estaba completamente solo, con el agua por la cintura y a punto de perder el conocimiento. Las piernas me temblaban. Me dejé caer sobre la tabla.

A ciegas me palpé la frente, Miré mi mano. Estaba cubierta en sangre. Había un intenso y peculiar olor a óxido. Hice lo imposible por llegar hasta el parking mientras dejaba un reguero de sangre. Me tumbé unos segundos sobre la arena pero notaba que de nuevo se me iba la cabeza. Era una dulce sensación de querer dejarse llevar, como un ataque de sueño incontrolable. Haciendo un último esfuerzo me incorporé y llegué tambaleándome a la furgo, donde cogí el móvil y me hice este selfie para a modo de espejo comprobar el alcance de la brecha.

Como se puede ver en la foto estaba blanco como el papel y con el susto en la mirada. A duras penas fui conduciendo al hospital de Byron Bay, sin pensar, casi por instinto. Fueron unos 20 minutos que me pasaron como horas. Estuve a punto de desvanecerme en dos ocasiones. Con un paquete de toallitas que tenía en la furgoneta iba taponando la herida y conduciendo con una mano. Aun así tenía un ojo lleno de sangre que me impedía la visión. Hasta el punto que me salté la salida del hospital y tuve que dar la vuelta. Por fin conseguí llegar, entré a la salas de urgencias y vi el mostrador de recepción al fondo. Debió ser la sensación de confort de sentirme en el sitio correcto. Solo recuerdo que de repente todo estaba rojo, me fallaban las piernas y… fundido en negro…

Me desperté sobre una camilla mientras dos enfermeras me ponían unas mantas sobre el neopreno. Medio bote de pegamento orgánico, 250 dólares australianos después, y todavía bastante atontado, volví a mi casa en Suffolk Park pensando por el camino que ya tenía una nueva historieta que añadir a mi bitácora de gilipolleces, una cicatriz por culpa (indirecta) de un tiburón… y que si me hubiera quedado en Broken Head Beach cogiendo olas con el tiburón, no habría acabado con una “broken head”…

Pasar mi última semana en paraíso de Byron Bay, sin poder hacer surf y viendo los toros desde la barrera fue un final muy distinto al que tenía planeado y un periodo de abstinencia mucho más duro del que hubiera podido imaginar. A veces no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Yo sí que tenía muy presente como la magia del surf obraba milagros en mi mente. Y aun así era más doloroso pasar esa última semana en blanco, que la propia herida del golpe.

Pero aprendí una lección muy importante: la vida nos envía señales y tengo que aprender a interpretarlas.

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